
Italo Calvino disecciona el acto de leer en sus dos componentes ya mencionados aquí, si bien profundiza con gran sagacidad en cada una de ellas; por una parte el libro y la escritura contenida en él pertenecen al mundo material, tangible, presente. En cambio la transcripción mediante el acto de leer revive el pensamiento, la imaginación, la fantasía literaria, los sueños (todos ellos hibernados), que pertenecen al mundo invisible, intangible e inexistente por pasado. (O tal vez sólo existan cuando el lector los evoca, tomando cuerpo así en la mente del lector). El libro es pues el envase sólido, el vehículo por el que penetramos en un mundo inmaterial, un mundo de silencio, lleno de sombras, misterios y fantasmas que rescatamos y revivimos cuando leemos. El lector da vida al escritor, en la medida en que éste existe cuando el lector reproduce su pensamiento y alumbra la obra gestada por aquél. El lector ofrece su conciencia a las ideas del autor. La ficción se convierte en realidad mediante el efecto que es capaz de desencadenar en el lector. Henry James nos recuerda que en la lectura se vive una transformación consistente en la experiencia admirable de «llevar temporalmente una vida distinta».
En el acto de leer, cada lector va alumbrando al mundo material esos entes incorpóreos e intangibles que por un momento cobran vida propia y se manifiestan acariciando, reconfortando, perturbando o golpeando las emociones y sentimientos de quien está ejerciendo de comadrona. Por eso el acto de leer es un ejercicio forzosamente personal («necesariamente individual, mucho más que escribir», dirá Calvino) e intransferible.
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